martes, 22 de febrero de 2011

Para no parar de bailar

El otro día, en una conocida discoteca de Barcelona, escuché una canción que hizo que mi esqueleto tomase vida propia a la vez que una extraña energía positiva me invadía. Se trataba de Something Good Can Work de la banda norirlandesa Two Door Cinema Club. El grupo, encabezado por el pelirrojo Alex Trimble, sacó el pasado 2010 su álbum de debut Tourist History, un disco lleno de temas bailables y divertidos, que va desde el pop hasta la electrónica. No se trata de ninguna novedad ni de ninguna obra maestra pero, escuchar diez canciones seguidas –algunas de las cuales no llegan a los tres minutos– y que sean todas tan alegres, nunca está de más.

Mi preferida es I Can Talk. Espero que os guste.



Chiara Dal Cero

martes, 8 de febrero de 2011

Un paseo por el parque

Hace ya muchos años que trabajo en esto, concretamente 21. Siempre paseando por las mismas calles, viendo las mismas caras, respirando el mismo aire… Por mucho que le ponga empeño jamás consigo entender que hago aquí y cuál es mi función. Desempeño mi labor con las mismas ganas que el primer día, siempre a mi hora, con el uniforme bien puesto y el depósito lleno. Pero, ¿de qué me sirve todo esto?, los únicos frutos que he recogido de esta “laboriosa” tarea son más canas y vecinos cansados que me cuelgan el telefonillo con ímpetu.

Ocho de la mañana, oficina de Correos de Barcelona, aquí comienza mi jornada. Me pongo el casco, me siento en mi moto amarilla y me adentro entre las callejuelas de la ciudad condal para que todos los felices vecinos reciban su correo en sus preciosos y maravillosos buzones. Nadie, absolutamente nadie tiene en cuenta a un cartero. En la carretera somos un parásito de dos ruedas que sólo hace que incordiar a los carísimos y supersónicos coches de los abogados, médicos y empresarios. Después de sortear vehículos y sobrevivir a la jauría urbana, llegas a tu destino, el primer portal de la primera calle del día. Llamas a media docena de telefonillos y sólo contesta uno –cierto es que a esas horas la gente está trabajando-.

-¿Sí?
-¡Buenos días, el cartero!
-No, gracias, no queremos publicidad.

Esta frase pasa de ser una incómoda contestación al monotema del día, pero no queda otra que seguir repartiendo las dichosas cartas. Mientras deambulo de portal en portal veo a mucha gente, demasiada. Por las mañanas, los parques están “invadidos” por ancianos que se pasan el día hablando entre ellos y con un maloliente habano en la boca. Quién fuese uno de ellos… sin preocupaciones, sin tener que cumplir con nadie, cobrando sin trabajar. En fin, me consuelo con que algún día me llegará el momento de disfrutar de esa vida.

Los rutinarios días se avivan cuando no sólo tengo que enfrentarme a la voz del vecino, sino que también tengo que llamar a su puerta y ver que espécimen se esconde tras ella. El motivo de estas incómodas visitas es la entrega de paquetes o cosas realmente importantes, como multas. En mi mente está grabada la calle del hombre de las innumerables sanciones: ”Calderón de la Barca nº 12 Bajo 2ª”. Es un tipo realmente estúpido, maleducado e inculto. Cuando llego y llamo a su puerta, tarda aproximadamente un minuto en abrir –dichosa espera-, y cuando me ve, ya sabe lo que le voy a entregar. Siempre carga su ira contra mí, responsabilizándome de la multa, como si yo tuviese algo que ver con su sanción. En numerosas ocasiones intento convencerle de que yo soy sólo un “mandao”, y que no tengo nada que ver con el Ministerio de Justicia, pero “el imbécil” –como yo le llamo-, no puede distinguir entre Correos y Ministerio, y continúa increpándome. Pero ayer lunes, se agotó mi paciencia. ¡Toc Toc!, y tras el minuto de espera, abre la puerta descamisado.

-Hola señor Vidal, le traigo una carta del Ministerio de Justicia.
-¡Otra vez tú, joder! ¡Ya te dije la semana pasada que si era para traerme estas mierdas no quería volver a verte por aquí!- contestó él a gritos.
-Lo sé señor Vidal, pero este es mi trabajo, y si no vengo a entregarle esto yo no como.
-¿A eso lo llamas tú un trabajo? ¿Repartir cartas de buzón en buzón? ¡Búscate uno honrado! ¡Y deja de jodernos la vida a todos!

Tras escuchar esa frase me di la vuelta y me fui. No sabría explicar exactamente lo que sentía en ese momento, pero algo dentro de mí parecía florecer, como si fuese a explotar. Rumiando las palabras exactas que habían salido de esa repugnante boca, cogí la moto y me fui hacia casa, ya que siempre dejo la entrega de paquetes como última tarea de mi jornada laboral. Cuando llegué a mi solitario hogar me puse el pijama, me tomé mis pastillas de fenobarbital –tengo problemas de insomnio- y me acosté aún pensando en ese incómodo episodio.

A la mañana siguiente, me levanté con buen pie. Decidí que ese día no iba a ir a trabajar, y me daba exactamente igual que la gente se quedase sin cartas, porque yo ya no era el mismo hombre de ayer, era un hombre nuevo. Cuando el reloj marcó las diez de la mañana bajé al parque de enfrente de casa y me puse a pasear. Como de costumbre, casi todos los bancos estaban ocupados por los elocuentes ancianos, que permanecían pacientes como si estuviesen esperando a que les llegase su hora.

Desde aquella tarde no he vuelto a levantarme para seguir con mi trabajo. Día tras día me levantaba a la misma hora, y hacía exactamente lo mismo, paseaba por los parques, viendo a los ancianos y pensando en el porqué de todo. No podía parar de pensar en todos los años que habían pasado, siempre haciendo lo mismo, siempre trabajando sin recibir nada a cambio, y tuvo que ser el estúpido Señor Vidal quien de verdad me abriera los ojos.

Y ayer, tras dos semanas de mi primera ausencia laboral, mientras estaba desayunando, alguien llamó a mi puerta. Era un cartero, joven y aseado.

-Esta carta es para usted, señor- dijo muy educadamente.
-¡Oh! Muchas gracias por el recado. Hasta luego.

Mientras abría la carta me quedé pensando en lo feliz que parecía aquel chico -seguro que eran sus primeros días de trabajo-, pero cuando vi que el remitente correspondía con el director de la oficina de Correos me temía que ya conocía el contenido de la carta. “Como Jefe de Personal de la Oficina de Correos de Barcelona y conforme con […] vengo a comunicarle la decisión de esta entidad de rescindir su contrato”. La verdad, no pensé en si era una buena o mala noticia, en esos momentos no me importaba nada, solo sentía una extraña sensación...

Y un día después de recibir esta “inesperada” noticia aquí estoy, sentado en mi sofá, solo, sin trabajo, sin mujer e hijos, sin vecinos groseros, y con unas 24 pastillas de fenobarbital en el estómago, como un anciano en el parque que espera a que le llegue su hora…



Nacho Amela

Mis malos humos


El hecho de no poder fumar en bares, restaurantes y discotecas entre otros es una realidad en España desde el  2 de enero de este año. La ley que prohíbe a los fumadores el disfrute de sus cigarrillos en determinados lugares ha sido muy discutida tanto por éstos como por los que no comparten el vicio.

Desde el miércoles pasado, en Nueva York, la ley antitabaco ha ido más allá; de hecho, los habitantes de la Gran Manzana ya no podrán fumar ni en parques, ni en playas. La restricción se suma a la ley que entró en vigor en marzo de 2003, que prohibía fumar en bares y restaurantes. Así que, si tenéis pensado un viaje a la metrópolis estadounidense, amigos pecadores, ya os podéis ir quitando de la cabeza el hecho de fumaros un cigarro en Central Park o en Long Beach…

Tanta prohibición, aparte de molestarme, me hace pensar en lo hipócritas que llegamos a ser las personas. En palabras de la portavoz del Ayuntamiento de Nueva York “con esta ley, todos los neoyorquinos pueden ahora respirar mejor y respirar aire limpio”, y añade “esta ley salvará vidas y hará de Nueva York una ciudad más sana” (diari Avui); y yo me pregunto, ¿sirve de algo prohibir fumar en determinados lugares si no se prohíbe, sin embargo, la circulación de vehículos que contaminan mucho más que el humo de los cigarrillos? Claro, olvidaba los grandes beneficios que conlleva el comercio del petróleo, y más para un país como EEUU, o lo que supondría cambiar del combustible fósil a la energía eléctrica, por ejemplo.

Sin embargo, seguiremos creyéndonos lo que nos digan aquellos que nos gobiernan porque, claro está, ellos son como unos “padres” para los ciudadanos y velan por nuestra salud y seguridad… Indignada, me voy pues a fumar un cigarrillo antes de que me prohíban hacerlo en la terraza de mi propia casa, pero ¡sshhhtt!, no se lo digáis a nadie.

Chiara Dal Cero